En la habitación que tenía (y tengo) en casa de mis padres, en una esquina de la estancia, mi padre instaló cuatro o cinco baldas que hacían las veces de estantería. Las baldas, que intentaban suplir la falta de espacio para libros en una habitación no pensada para un hijo lector, estaban (y están) situadas justo al lado de la ventana. Aunque es un piso frío, con poca luz (como todos los primeros) y orientado al norte el de mis padres, el inagotable sol de Valencia que se filtraba por la ventana fue haciendo mella en los libros. Quemó sus lomos y dio lugar en ellos a nuevas tonalidades que remitían a fotografías antiguas, a filtros vintage, a las páginas gastadas de las novelas de bolsillo de Marcial Lafuente Estefanía que leía mi abuelo Emilio.
Muchos de esos libros continúan allí, expuestos al sol mediterráneo del mediodía. Otros se vinieron conmigo a Madrid para recordarme con sus lomos quemados que vienen del mismo lugar que yo y que allí hundimos todos nuestras raíces.
Entre ellos hay uno al que tengo especial afecto y que siempre atrapa mi mirada, sobre todo en las mudanzas, pero también cuando busco un título en nuestra librería. Se trata de un ejemplar de ‘Factotum’ de Charles Bukowski de la colección compactos de Anagrama, una edición en tapa dura con una imagen de Matt Dillon en su portada. La edición es de 2007, dos años después de que Dillon interpretase a Henry Chinasky en la gran pantalla, y era de color naranja. Hoy el lomo, sin embargo, es de un amarillo avejentado y que enternece como solo lo hacen las pieles centenarias de los abuelos.
“Hace años entendí que dejar que el sol roce los libros y los muebles era darles vida. Es bonito que nos acompañen y envejezcan con nosotros. Disfrutemos del sol, dejémoslo entrar por la ventana”, escribe Anatxu Zabalbeascoa.