El sábado pasado, cuando salí a correr-caminar, sintonicé en la app de La Ser el programa especial de Acento Robinson que recordaba la figura del gran Michael. Dos minutos después estaba llorando tras escuchar la introducción. Al día siguiente le conté a la mujer con la que vivo el suceso y puse el audio para compartirlo con ella. Para su sorpresa e incredulidad (y la de nuestra hija mayor), volví a llorar al escucharlo.
“Hay campeones que estremecen el mundo y campeones que además lo acompañan, girando con él un tiempo suficiente como para que nuestras vidas, desde que ellos llegan hasta que terminan, sean irreconocibles”, escribía Manuel Jabois sobre Andrés Iniesta. Cuando Iniesta se fue del Barça se me escaparon las lágrimas como se me hubiesen escapado si un gran amigo me dice que se va a vivir a Japón. Iniesta tiene apenas cuatro meses más que yo. Cuando debutó con el Barça ambos teníamos 18 años. Cuando se fue teníamos 33. Por el camino me saqué una carrera, una oposición, tuve mil trabajos de mierda, perdí a seres queridos, viví momentos inolvidables (algunos con él como protagonista), conocí a Diana, me casé y tuve dos hijos. Una vida.
Con Michael Robinson me pasa algo parecido. Recuerdo su voz desde que tengo uso de razón. Soy capaz de escucharla mientras me veo celebrando con mi padre una de esas Ligas imposibles del Barça de Cruyff en el bar del polideportivo de un pueblo vecino al mío donde él jugaba al frontón. Yo tenía 8 años. La voz de Michael estaba en casa de mi tía Mamen y mi tío José cada vez que me iba allí a ver un partido del Barça porque ellos tenían Canal+. En los lunes del imprescindible El día después. En los goles de Iniesta en Stamford Bridge y Johannesburgo. En las finales de Champions de la era más gloriosa del Barça.
La voz de Michael siempre ha estado ahí. Por eso, aunque resulte inexplicable, no puedo evitar que se me escapen las lágrimas con su muerte, porque su voz, su acento, acompañará siempre a imágenes con los colores ya desgastados por el paso del tiempo de mi padre, de mis tíos, de mis amigos. Imágenes de momentos de fugaz felicidad que nos regala ese deporte que, como diría Jorge Valdano (o Arrigo Sacchi, porque creo que nunca quedó clara la autoría de la reflexión), es para muchos, entre los que me incluyo, la cosa más importante de las cosas menos importantes del mundo.